sábado, 4 de junio de 2011
Aquella noche tras la palmera
I
El momento más difícil en la vida es cuando debes despedir a tu madre. Me refiero a que nunca volverás a verla.
Juro que cuando me enteré, ofrecí mi vida a cambio de la de ella. Al fin y al cabo, si hubieran puesto nuestras almas en la balanza de la justicia, el peso de mis faltas me hubiera arrojado irremediablemente al infierno. Pero todo fue en vano. Era obvio que nada podía hacer para impedir lo inevitable.
Estaba durmiendo la borrachera en aquel cuartucho al que pomposamente llamaba mi hogar, cuando escuché que mi hermana Isabel casi botaba la puerta. Pensé para mis adentros “Sólo por algo importante vendría a buscarme”. Era inconcebible que la esposa de un millonario vagara por este tugurio en busca de la oveja descarriada de la familia.
-¡Arturo! ¡Arturo! Desgraciado, abre la puerta. Mamá quiere despedirse de ti.
Me metí a la ducha. No quería que ella se llevara una imagen tan lamentable de su hijo menor. Con la boca seca y sintiendo aún que el mundo había perdido su eje, llegué al hospital. Qué desagradable es visitar estos lugares. Esperaba que sólo fuera por esta vez.
Toqué la puerta de la habitación. Isabel me abrió. No hubo necesidad que dijera mucho. Sus ojos llorosos contrastaban con la mirada de odio que me dirigió.
-Ustedes tienen mucho que hablar así que los dejaré solos -dijo antes de retirarse.
Mamá estaba irreconocible. Parecía una momia viviente con la apergaminada piel pegada, literalmente, a los huesos. Sus ojos habían perdido ese brillo que siempre los caracterizó. Extendió una mano y se aferró a mi brazo. Me sorprendió que lo hiciera con tanta fuerza.
-¿Recuerdas aquella noche? Dijo. -Júrame que jamás contarás lo que pasó.
Dos días después veía como su féretro era tragado por la tierra. Al lado estaba una lápida con el nombre de quien había sido su marido: el coronel Arturo Solares.
Busqué consuelo en la bebida. Aunque deseaba ahogar los remordimientos, no lo logré. Tirado en la acera, veía cómo los fantasmas de mis malas acciones me rodeaban, repitiendo en interminables letanías lo que había hecho para crearlos.
II
Desde pequeño sufría una extraña pesadilla. Era de noche, sin embargo las llamaradas de los ranchos incendiados iluminaban el lugar. Al fondo se escuchaban alaridos, ráfagas y explosiones. Yo estaba en el suelo cuando veía que papá se acercaba. Él me miraba con odio mientras colocaba el cañón de su arma entre mis ojos. No había forma de escapar pues estaba atrapado bajo el cuerpo inerte de una mujer.
A veces, al despertar, descubría que había mojado las sábanas, lo que avivaba la ira de papá, sobre todo cuando él estaba borracho. El recuerdo de las palizas que me daba hizo que, al crecer, el subconsciente me hiciera reaccionar con la suficiente anticipación para correr al baño.
Tendría unos nueve años. Impactado por lo vívido de la pesadilla, venía de regreso del baño cuando escuché murmullos en la sala. La curiosidad me dominó y me acerqué procurando no hacer ruido. Me oculté detrás de la palmera que estaba sembrada en una gran maceta a la entrada. La lámpara del fondo estaba encendida y proyectaba las siluetas de mis padres contra la pared.
-Dicen que por medio del ADN pueden saber si Arturo es en realidad hijo mío. -Murmuraba papá escondiendo la cara entre las manos.
-Si descubren lo que hice en la montaña…
El hombre severo que yo temía se había desvanecido. Ahora parecía un niño a punto de romper a llorar.
Mamá, con rostro inexpresivo, lo interrumpió.
-Si llega a suceder, mantén tu versión que los guerrilleros destruyeron el pueblo y que, cuando ustedes llegaron, lo encontraste abandonado en un rancho. Hazlo por nosotros. No concibo que, por uno como él, vayas a ponernos en riesgo a todos. Siempre voy a repetírtelo. No sólo fuiste un estúpido al desobedecer la orden de no dejar testigos, sino por haberlo traído aquí.
En ese momento sentí la mirada de mi madre. Me había descubierto. Volé a encerrarme a mi cuarto. Temblaba esperando que ella llegara. Pero no lo hizo. Es más, nunca se refirió al tema, aunque su fría mirada me ordenaba callar.
III
Mi vida con la familia Solares fue un tormento. Por eso me escapé de ellos apenas cumplí quince años.
Cuando Isabel se casó, contrató a un investigador privado para que me localizara. Ella nunca quiso verme, pero me mandaba dinero para que no me viera obligado a prostituirme con esos viejos degenerados a quienes atraía con mi figura infantil, y parando el culo, cuando sus carros se aproximaban a la que consideraba mi esquina en el viejo centro de la ciudad.
Como un año antes de la muerte de mamá, con el dinero venía una nota.
-Papá no logró sobreponerse al pasado, se suicidó la semana pasada. Espero que ahora estés feliz. Él te salvó la vida y tú arruinaste la suya.
Luego le llegó el turno a mamá. Ahora que ambos se han marchado, siento un tormento peor que cuando viví con ellos. Estoy seguro que, por el resto de mis días, arrastraré la culpa de haberles arruinado la existencia.
Porque yo no debí haber quedado vivo cuando mi padre incursionó en aquel poblado donde nací. Me trajeron a la ciudad, y me criaron como hijo suyo, sin que yo lo pidiera. Los escuché tras la palmera porque me había levantado al baño para no mojar las sábanas.
Mi paso por el mundo desencadenó una cadena de horrores y gente inocente sufrió por ello.
Sólo me queda pedirles perdón por todo el daño que causé. Perdón papá, perdón mamá, perdón hermana. Llegó el momento de cerrar el círculo.
La noche es ideal. Ha llovido y la niebla dificulta la visión. Acá en la autopista los carros pasan a alta velocidad. Allí viene un camión.
Espero que no duela mucho.
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