lunes, 30 de agosto de 2010

Ciudad Tristeza



-¡Maldita lluvia!
Un exabrupto que se escapó al impacto de los goterones. De nada servía correr. El agua siempre ganaba la partida. Era otra noche lluviosa, aunque ésta prometía algo especial.
Luego de cinco años ella por fin había escrito.
Su corazón casi se detuvo cuando reconoció los inconfundibles trazos en el sobre (escritura eléctrica, recordó haberla llamado alguna vez). Gustoso hubiera cambiado las dos últimas décadas de su vida por leer el contenido de inmediato, pero el inseparable pesimismo (¿la voz de su conciencia?) le aconsejó “Tomate tu tiempo. No te hagás ilusiones. Puede ser una mala noticia.” Se dirigía al café de la esquina y ni el llanto del cielo iba a detenerlo.
Se encaminó a la mesa de siempre. El mesero le saludo como siempre. Cinco minutos después tenía enfrente… el capuchino de siempre. (Nada de maravilloso había en el asunto. Era lo menos que podía esperarse luego de diez años de estar apareciendo cada noche por el lugar.) Allí se sentía protegido. El escenario estaba dispuesto. Sacó el sobre, que había protegido de la lluvia junto a su corazón, y rasgó el borde con firmeza.

Siento informarte que el cachorro murió

¿Y?
Demasiada expectativa para tan pobre resultado.
Escudriñó dentro del sobre por si algunas letras se hubieran caído en el camino. Nada. Como es costumbre en su país, ocultó su frustración tras una máscara de indiferencia. Respiró profundo y sumergió la cucharilla en la espuma del capuchino. En ese momento reconoció la tonada. “Nostalgia” En su rostro se dibujó una taciturna sonrisa.
-Claudia.
Cerró los ojos para visualizarla aquella última vez: Sus inmensos ojos cafés anegados por el llanto, aferrada al cachorro y diciéndole adiós. Su memoria había grabado cada ínfimo detalle: Al fondo, el resplandeciente disco concluyendo su recorrido, a punto de despedirse tras las nubes cargadas de agua. En primer plano, difuminado a la izquierda, el taxista con aspecto de rockero en desgracia observando el reloj y maldiciendo presa de la desesperación. Detrás, la borrosa sombra del carro de bomberos que pasaba con la sirena abierta. En el extremo inferior derecho, una inmensa rata gris que segundos después desaparecería por la alcantarilla. Sí, recordaba cada pequeño detalle, pero su memoria había borrado el más importante. ¿Cómo se sentía él en ese momento?

Su mano se cerró sobre el mensaje. Aunque la hoja protestó crujiendo, era demasiado tarde. El daño era irreparable. Profundas grietas atravesaban el sexteto de palabras que una lágrima comenzaba a desvanecer al impregnarse en el papel.
-Fuiste el amor de mi vida.
¿Cuántas veces recordando la dulzura de sus besos, las caminatas tomados de la mano por las callejuelas del viejo Buenos Aires o las interminables horas charlando en los cafés de la Recoleta, se había doblegado ante esa irrefutable verdad? Con el recuerdo vino el inseparable reproche. “No te lamentés. Fuiste un cobarde. Cobarde porque dejaste escapar la felicidad que los dioses te estaban obsequiando.”

Subió a la nave del tiempo y retrocedió las páginas del calendario hasta aquella mañana en que vagaba sin rumbo en tanto se esforzaba por conocer lo más que pudiera de ese Buenos Aires al que difícilmente regresaría luego de concluir el seminario. Sus pasos le llevaron a una esquina más. La esquina en donde estaba escrito que ella le estaría esperando.
¿Quién era?
¿De dónde había venido?
¿Cómo se ganaba la vida?
Preguntas que se perdieron en la inmensidad de sus luminosos ojos cafés.
Dijo llamarse Claudia. Al percibir su aire de viajero despistado se ofreció a servirle de guía.
-En estos días hay poco trabajo. La represión ahuyenta a los turistas- le aseguró para justificar su arrebato.
Por la tarde hicieron el amor y a él, que llevaba más de una década reprimiendo desdichas y frustraciones cada vez que poseía a la mujer con la que compartía su lecho, aquel encuentro le llevó a descubrir la diferencia entre la pasión y la monotonía y por vez primera sintió que en realidad estaba haciendo el amor.
A la mañana siguiente mientras estrechaba el menudo cuerpo acurrucado junto a él, sintió una angustia similar a la que respiraba en su tierra.
En once días perdería esa felicidad, tan esquiva en su existencia. Como un condenado a muerte que conoce la fecha de su ejecución, se lanzó a exprimir las veinticuatro horas de cada día, los sesenta minutos de cada hora y los sesenta segundos de cada minuto que le quedaban a su lado. Contrario a lo que pudiera imaginarse, el sexo no fue lo prioritario en esa carrera contra el tiempo. Se convirtió en el complemento a esa mutua necesidad de sentir compañía.

A diferencia de la nitidez de la escena de la despedida, los detalles de lo vivido en aquellos días habían cobrado los matices de un lienzo de Monet.

Esos puntos blancos, negros y cafés que desfilaban ante sus ojos ¿Eran las palomas que habían alimentado en el atrio de aquel viejo templo cuyo nombre había olvidado?

Ese sabor a tabaco y café impregnado en su paladar ¿Eran el de los besos que se habían dado luego que pasaron todo un día discutiendo sobre el Lobo Estepario para concluir, fundidos en el indescriptible éxtasis de la comunión de cuerpo y alma, que una vida no alcanzaría para ponerse de acuerdo?

Esos cánticos que retumbaban en su cabeza, esa muchedumbre de rostros imprecisos ¿Eran los fans en la Bombonera entregados a la demencia colectiva de adorar a un nuevo dios de gambeta prodigiosa apellidado Maradona?

Esa angustia, esa desesperanza que arrastraba desde entonces ¿Era la que le atacaba al construir el doloroso sendero de cruces en el calendario? Sendero que conducía al calvario de su partida.

Ese insomnio ¿Era el de aquellas noches cuando se esforzaba por encajar las piezas de ese absurdo rompecabezas que era su vida?

Y ese laberinto, cuyos vericuetos sabía de memoria ¿Era el que recorría cuando evaluaba las opciones más descabelladas que invariablemente le conducían a la misma conclusión? Claudia era esa pieza que nunca encajaría en su errante existencia.

Porque él no pertenecía a ese lugar. Él debía regresar a Guatemala, al trabajo que le arrebataba la cordura y a los brazos de la compañera que le esperaba allá.
Claudia jamás le pidió nada. Con su risa cantarina ocultaba la angustia que más de una vez leyó en sus ojos y que trasmitía un silencioso mensaje de auxilio.
Él tampoco se atrevió a plantearle lo que su corazón anhelaba. Su falta de fe le impidió lanzarse al vacío. No creyó que Cupido estaría al pie de ese acantilado llamado temor para impedir que se estrellara contra la aspereza de su realidad. Que la alada deidad le rescataría para glorificar esa esquiva palabra que nunca fue pronunciada frente a ella, el ingrediente que daba sentido a lo suyo: Amor.

El último día compraron el cachorro. Un caniche blanco que inspiraba un incontrolable deseo de acurrucarlo entre los brazos.
-Le pondré Pepe- dijo ella en abierto reproche a quien estaba por abandonarles.

Guatemala (¿o sería más bien Guate-la-mala?)
Regresó a ponerse la venda para no ver, no oír y callar. A amordazar sus sentimientos. A retomar el castrante papel de jefe del departamento de información del Gobierno. A constituirse en un engranaje más en la cultura de represión que asfixiaba a su pueblo. A asumir el papel de ocultar a los ojos del mundo aquellos horrores que ocurrían en el altiplano. Sabía las reglas y aceptó el trueque. Silencio a cambio de su vida.
(Una oferta imposible de rechazar, como se decía en las películas de mafiosos.)

Buscó ahogar la tensión en alcohol, pero ni aún así pudo escapar a la recurrente pesadilla de una celda levantada con muros de cadáveres. Una cámara similar a la imaginada por Poe, que con cada sueño se estrechaba más. A pasar por la indescriptible angustia de acostarse sin saber si esa noche sería la definitiva y que esa montaña de cuerpos en descomposición terminaría aplastándole.

“Cadáveres sin nombre y sin reconocimiento oficial. Cadáveres de hombres, mujeres niños y ancianos cuyo único pecado había sido el de ser pobres e indígenas. Cadáveres salidos de los reportes que a diario se apilaban en tu escritorio y que destruías con la indiferencia con la que tomás tu capuchino. ¿Estabas consciente que al hacerlo borrabas su historia, su derecho a ser recordados y a exigir justicia?” Como alguna vez le reprochó su voz interior.

Dos años después su compañera puso un alto a esa sinvivencia con aquel muerto en vida que respondía al sobrenombre de Pepe.
Sin pérdida de tiempo vendió lo poco de valor que le quedaba, su viejo auto, su estéreo, su preciada colección de acetatos de los Beatles, los Rolling Stones, the Who y los Doors y voló a Buenos Aires.
Por más de un mes vagó por los lugares que recorrieron juntos. Se cansó de describirla a cada mesero, conductor de taxi y empleado de hotel que se cruzó en su camino. Pero su búsqueda fue en vano.
Al borde de la locura llegó a pensar que aquella aventura había sido una jugarreta de su mente. Que Claudia, al igual que muchos de los dioses venerados por los hombres, sólo había sido un fruto de su imaginación. Una fantasía creada para llenar su vacío existencial.
Cargando la derrota sobre sus hombros, regresó a la tierra que había escuchado su primer gemido. Aceptó el trabajo de vocero en una intrascendente institución del Gobierno y se precipitó en un abismo que le llevó a perder la dignidad, los amigos, hasta el valor de usar el revólver que guardaba en la cómoda y que fácilmente hubiera puesto fin a sus penurias.
Entonces llegó la nota.

Sus dedos recorrieron cada trazo como queriendo absorber los sentimientos que irradiaban de la mano que los creo.
¿Qué sería de ella? ¿Habría encontrado la felicidad en brazos de otro? O había vuelto a escribirle usando como excusa la muerte del cachorro cuando el verdadero significado del mensaje era
-Pepe, estoy desesperada y sola, ¡te necesito!
No. De haber sido así habría puesto una dirección, un teléfono.
Había llegado el momento de pagar el precio de su misoginia. El local estaba lleno de parroquianos, muchos eran consuetudinarios como él. Pero él no conocía nadie. Nadie había penetrado la muralla levantada por ese hombre delgado, de temblorosas manos y melancólica mirada que acostumbraba sentarse en la mesa pegada al ventanal de la esquina.
Al faltar el alma caritativa con quien compartir angustias, la tensión fue tomando la forma de oscuros pensamientos.
“Tenés razón. La noticia del cachorro es un pretexto. Pero no el que anhelabas. En realidad la nota es una esquela. El réquiem para una relación de doce días que sólo echó raíces en tu desolado corazón.”
Suspiró hondo. Su mirada adquirió un brillo extraño.
“Tal vez al día siguiente ella vendió el perro. Tal vez cinco años y decenas de hombres después, ella recordó a aquel idiota que visitó Buenos Aires y que se marchó con la ilusión de volverla a ver. Tal vez durante la fugacidad de un segundo, sintió lástima por haber jugado así con sus sentimientos, decidió cerrar el círculo que había quedado abierto y redactó esa estúpida nota.
¡Despertá idiota!
El cachorro es sólo una imagen. La imagen de un amor que nunca llegó a madurar.”

-¡Maldita!

Volcó su frustración en el arrugado papel.
Instantes después la mesa estaba llena de pequeños fragmentos. La angustia que le había aprisionado por años escapó con la siguiente exhalación. Por fin la estaba expulsando de su vida y esta vez sería para siempre. Sí, para siempre, porque con esos fragmentos que desaparecían en el bote de basura, también se esfumaba la última razón que le ataba al mundo.

Diez minutos le separaban de su cuartucho. Diez minutos para subir las gradas, y echar llave. Un poco más de diez minutos para caminar hacia la cómoda, sacar el revólver e inhalar profundo… Ese último acto, ¿lo haría con los ojos cerrados o abiertos? En realidad no importaba. Demasiado conocía ya la cara de la muerte.
Se imaginó tendido en la cama mientras que de la parte posterior de su cabeza se iría escapando una viscosa mezcolanza de recuerdos y sesos. Bastaba un segundo de valor para finiquitar una vida de cobardía.
El día había llegado. No se justificaba esperar más.

El ding dong del antiquísimo reloj avisando las diez sobresaltó a más de un cliente pero no a él. A él ya nada lo podría sobresaltar. Dejó sobre la mesa una generosa propina. Deseaba que así, le recordaran siempre. (A sus ojos era generosa. Al igual que la viuda de la parábola, él estaba dando todo lo que tenía.)
Se puso de pie y agitó la mano levantada.
Nadie le contestó. Nadie imaginaba que era su último adiós.
Se dirigió a la puerta principal pero a medio camino cambió de opinión. Si salía por la lateral caminaría un poco más, pero a cambio llegaría más seco.
-No es lo mismo morir mojado que empapado- razonó mientras desaparecía por allí.

Dos minutos después, la puerta principal rechinó.
Nadie prestó atención al parroquiano que llegaba.

Entonces, de la cortina de agua fue emergiendo la figura de una muchacha de cuerpo menudo, cabello castaño y ansiosa mirada reflejada en sus grandes ojos cafés.