Esa noche se acostó pensando en la muerte. En que, gracias a Mario Roberto, podría dar rienda suelta a sus instintos asesinos sin el temor de terminar con sus huesos en la cárcel.
Su esposa dijo que había frío, pero él sentía calor. Un calor que recorría su cuerpo y que daba alas a su imaginación… ¿A quién mataré? Mejor dicho ¿a quién mataré primero? Se repetía apretando los puños. Un rayo de luna se coló por la ventana e interrumpió sus pensamientos. Su espíritu se separó de su cuerpo y comenzó a trepar por ese camino de luz.
Conforme ascendía, sus preocupaciones cobraron otra dimensión. El deseo de matar era una lógica reacción al dolor que tantas veces había sentido. Pero, ¿será que alguien le había lastimado tanto que ameritaba apartarlo de esta vida? Él era el fruto de esas vivencias, las gratas y las ingratas. Cada sonrisa, cada lágrima, lo habían templado. Lo habían llevado a ser lo que era. Habían quedado fundidos en él como tatuajes, porque simbolizaban momentos clave de su existencia. Arrancar algo de eso era mutilar su propio ser.
Montado en su rayo de luz recorrió distancias y tiempos. Esa alocada travesía le llevó a penetrar por un túnel repleto de imágenes. Algunas pasaban tan rápido, que costaba identificarlas. Otras le parecieron conocidas. Representaban el memorial del sufrimiento de su pueblo. El testimonio de que el uso de la fuerza para reprimir ideas y ansias de libertad, era tan antiguo como la especie humana. En cada pasaje de la historia se repetía el patrón. Los mayas subyugaban a sus vecinos y celebraban sacrificios de sangre. La llegada de los conquistadores sólo significó un cambio de amo para los oprimidos. La independencia fue la vía para perpetuar las prebendas de los que se habían apropiado de los medios de producción. El destrozar las esperanzas del pueblo era un juego que había existido por centurias. Los cantos de sirena sólo servían para llenar los bolsillos de los sinvergüenzas, a costillas del hambre de las mayorías.
La madre tierra rebosada de cuerpos amortajados. No eran sólo esos hijos suyos que habían osado levantar sus voces de protesta. Eran también aquellas oleadas de espectros que salían de la bruma que cubre las montañas del altiplano para clamar justicia, o al menos, que no se les olvidara. Porque el único pecado por el que habían sido condenados al cadalso era el de ser pobres e indígenas.
Sangre, dolor y lágrimas. Dolor, lágrimas y sangre. Lágrimas, sangre y dolor. ¿Acaso el orden de los factores cambiaba el macabro producto?
Fin. La sala quedó a oscuras y poco a poco volvió a sentir su cuerpo. El calor había desaparecido. Ahora tiritaba sin control. Miles de preguntas perforaban su cerebro.
Si aceptamos que fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios ¿Qué dios tan torcido nos pudo haber creado así? Si Dios existe, si es tan grande como nos enseñaron… ¿Por qué sigue permitiendo estas carnicerías sin razón? ¿Por qué el que siempre sufre es el desposeído, el más débil? Si venimos acá para ganarnos el cielo, ¿Por qué a los buenos les cuesta más merecerlo?
El rayo de luna seguía allí. Con un brillo de resolución en sus ojos volvió a dejar su cuerpo en el lecho. Trepó por el rayo y conforme subía, gritó con toda la fuerza de sus pulmones
¡Desgraciado Dios! ¡Prepárate porque voy a buscarte!
lunes, 1 de febrero de 2010
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